domingo, 18 de septiembre de 2011

La larga duración (Fernand Braudel)

Hay una crisis general de las ciencias del hombre: todas ellas se encuentran abrumadas por sus propios progresos, aunque sólo sea debido a la acumulación de nuevos conocimientos y a la necesidad de un trabajo colectivo cuya organización inteligente está todavía por establecer; directa o indirectamente, todas se ven afectadas, lo quieran o no, por los progresos de las más ágiles de entre ellas.
Claude Lévi-Strauss empuja a la antropología «estructural» hacia los procedimientos de la lingüística, los horizontes de la historia «inconsciente» y el imperialismo juvenil de las matemáticas «cualitativas». Tiende hacia una ciencia capaz de unir, bajo el nombre de ciencia de la comunicación, a la antropología, a la economía política y a la lingüística.

Las demás ciencias sociales están bastante mal informadas de la crisis que nuestra disciplina ha atravesado en el curso de los veinte o treinta últimos años y tienen tendencia a desconocer, al mismo tiempo, que los trabajos de los historiadores, un aspecto de la realidad social del que la historia es, si no hábil vendedora, al menos sí buena servidora: la duración social, esos tiempos múltiples y contradictorios de la vida de los hombres que no son únicamente la sustancia del pasado, sino también la materia de la vida social actual. Razón de más para subrayar con fuerza, en el debate que se inicia entre todas las ciencias del hombre, la importancia y la utilidad de la historia o, mejor dicho, en la dialéctica de la duración, tal y como se desprende del oficio y de la reiterada observación del historiador; para nosotros, nada hay más importante en el centro de la realidad social que esta viva e íntima oposición, infinitamente repetida, entre el instante y el tiempo lento en transcurrir. Tanto si se trata del pasado como si se trata de la actualidad, una consciencia neta de esta pluralidad del tiempo social resulta indispensable para una metodología común de las ciencias del hombre.

Braudel ofrece una noción cada vez más precisa de la multiplicidad del tiempo y del valor excepcional del tiempo largo se va abriendo paso – consciente o no consciente, aceptada o no aceptada – a partir de las experiencias y de las tentativas recientes de la historia.

1.    Historia y duraciones

Todo trabajo histórico descompone el tiempo pasado y escoge entre sus realidades cronológicas según preferencias y exclusivas más o menos conscientes.
La historia tradicional: atenta al tiempo breve, al individuo y al acontecimiento, desde hace largo tiempo nos ha habituado a su relato precipitado, dramático, de corto aliento.

La nueva historia económica y social: coloca en primer plano de su investigación la oscilación cíclica y apuesta por su duración: se ha dejado embaucar por el espejismo - y también por la realidad - de las alzas y caídas cíclicas de precios. De esta forma, existe hoy, junto al relato (o al «recitativo») tradicional, un recitativo de la coyuntura que para estudiar el pasado lo divide en amplias secciones: decenas, veintenas o cincuentenas de años.

Muy por encima de este segundo recitativo se sitúa una historia de aliento mucho más sostenido todavía y, en este caso, de amplitud secular: se trata de la historia de larga, incluso de muy larga, duración. La fórmula, buena o mala, me es hoy familiar para designar lo contrario de aquello que François Simiand, uno de los primeros después de Paul Lacombe, bautizó con el nombre de historia de los acontecimientos o episódica.
Así, por ejemplo, el término acontecimiento. Para Braudel se refiere a encerrado, aprisionado, en la corta duración: el acontecimiento es explosivo, tonante.

Un acontecimiento puede, en rigor, cargarse de una serie de significaciones y de relaciones. Testimonia a veces sobre movimientos muy profundos; y por el mecanismo, facticio o no, de las «causas» y de los «efectos», a los que tan aficionados eran los historiadores de ayer, se anexiona un tiempo muy superior a su propia duración. Benedetto Croce podía pretender que la historia entera y el hombre entero se incorporan, y más tarde se re-descubren a voluntad, en todo acontecimiento; a condición, sin duda, de añadir a este fragmento lo que no contiene en una primera aproximación, y a condición, por consiguiente, de conocer lo que es o no es injusto agregarle. Este juego inteligente y peligroso es el que las recientes reflexiones de Jean-Paul Sartre proponen.

Ahora bien, se tiene en cuenta que la crónica o el periódico ofrecen, junto con los grandes acontecimientos llamados históricos, los mediocres accidentes de la vida ordinaria: un incendio, una catástrofe ferroviaria, el precio del trigo, un crimen, una representación teatral, una inundación. Es, pues, evidente que existe un tiempo corto de todas las formas de la vida: económico, social, literario, institucional, religioso e incluso geográfico tanto como político.

El pasado está, pues, constituido, en una primera aprehensión, por esta masa de hechos menudos. Existe entre los historiadores, una fuerte desconfianza hacia una historia tradicional, llamada historia de los acontecimientos; etiqueta que se suele confundir con la de historia política no sin cierta inexactitud: la historia política no es forzosamente episódica ni está condenada a serlo. La historia de estos últimos cien años, centrada en su conjunto sobre el drama de los «grandes acontecimientos», ha trabajado en y sobre el tiempo corto.
Los historiadores del siglo XVIII y de principios del XIX habían sido mucho más sensibles a las perspectivas de la larga duración, la cual sólo los grandes espíritus como Michelet, Ranke, Jacobo Burckhardt o Fustel supieron redescubrir más tarde.

La palabra estructura. Buena o mala, es ella la que domina los problemas de larga duración. Los observadores de lo social entienden por estructura una organización, una coherencia, unas relaciones suficientemente fijas entre realidades y masas sociales.

La dificultad de romper ciertos marcos geográficos, ciertas realidades biológicas, ciertos límites de la productividad, y hasta determinadas coacciones espirituales: también los encuadramientos mentales representan prisiones de larga duración.
El estudio de Lucien Febvre,Rabelais et le problème de l’incroyance au XVIèm siècle9, pretende precisar el utillaje mental del pensamiento francés en la época de Rabelais, ese conjunto de concepciones que, mucho antes de Rabelais y mucho después de él, ha presidido las artes de vivir, de pensar y de creer y ha limitado de antemano, con dureza, la aventura intelectual de los espíritus más libres.

2.   La controversia del tiempo corto

Lévi- Strauss pretende que una hora de conversación con un contemporáneo de Platón le informaría, en mucho mayor grado que nuestros típicos discursos, sobre la coherencia o incoherencia de la civilización de la Grecia clásica.

Toda ciudad, sociedad en tensión con crisis, cortes, averías y cálculos necesarios propios debe ser situada de nuevo tanto en el complejo de los campos que la rodean. Richard Hapke fue el primero en hablar; por consiguiente, en el movimiento más o menos alejado en el tiempo - a veces muy alejado en el tiempo - que alienta a este complejo. Y no es indiferente, sino por el contrario esencial, al constatar un determinado intercambio entre el campo y la ciudad o una determinada rivalidad industrial o comercial, el saber si se trata de un movimiento joven en pleno impulso o de una última bocanada, de un lejano resurgir o de un nuevo y monótono comienzo.

Para concluir, Lucien Febvre, durante los últimos diez años de su vida, ha repetido: «historia, ciencia del pasado; ciencia del presente». La historia, dialéctica de la duración, ¿no es acaso, a su manera, explicación de lo social en toda su realidad y, por tanto, también de lo actual? Su lección vale en este aspecto como puesta en guardia contra el acontecimiento. No pensar tan sólo en el tiempo corto, no creer que sólo los sectores que meten ruido son los más auténticos; también los hay silenciosos.

3.   Comunicación y matemáticas sociales

El debate fundamental está en otra parte, allí donde se encuentran aquellos de nuestros vecinos a los que arrastra la más nueva de las ciencias sociales bajo el doble signo de la «comunicación» y de la matemática.

La historia inconsciente , claro está, la historia de las formas inconscientes de lo social. «Los hombres hacen la historia pero ignoran que la hacen»22. De hecho, es una vez más, todo el problema del tiempo corto, del «microtiempo», de los acontecimientos, el que se nos vuelve a plantear con un nombre nuevo. Los hombres han tenido siempre la impresión, viviendo su tiempo, de captar día a día su desenvolvimiento. No hace mucho que la lingüística creía poderlo deducir todo de las palabras. En cuanto a la historia, se forjó la ilusión de que todo podía ser deducido de los acontecimientos. La historia inconsciente transcurre más allá de estas luces, de sus flashes.

Las matemáticas sociales son por lo menos tres lenguajes; susceptibles, además, de mezclarse y de no excluir continuaciones. Los matemáticos no se encuentran al cabo de la imaginación. En todo caso, no existeuna matemática,la matemática (o de existir se trata de una reivindicación). «No se debe decir el álgebra, la geometría, sino un álgebra, una geometría (Th. Guilbaud)»; lo que no simplifica nuestros problemas ni los suyos. Tres lenguajes, pues: el de los hechos de necesidad (el uno es dado, el otro consecutivo) es el campo de las matemáticas tradicionales; el lenguaje de los hechos aleatorios es, desde Pascal, campo del cálculo de probabilidades; el leguaje, por último, de los hechos condicionados - ni determinados ni aleatorios pero sometidos a ciertas coacciones, a reglas de juegos en el eje de la «estrategia» de los juegos de Von Neu- mann y Morgenstern, esa estrategia triunfante que no se ha quedado únicamente en los principios de sus fundadores. La estrategia de los juegos, en razón del uso de los conjuntos, de los grupos y del cálculo mismo de las probabilidades, abre camino a las matemáticas «cualitativas». Se puede pasar directamente del análisis social a una fórmula matemática.

«En toda sociedad - escribe Lévi-Strauss - la comunicación se realiza al menos en tres niveles: comunicación de las mujeres; comunicación de los bienes y de los servicios; comunicación de los mensajes». Admitamos que se trate, a niveles distintos, de lenguajes diferentes pero, en todo caso, se trata de lenguajes. De esta forma, el procedimiento recomendado por Lévi-Strauss en la investigación de las estructuras matemáticas no se sitúa tan sólo en el nivel microsociológico sino también, en el encuentro de lo infinitamente pequeño y de la muy larga duración.

Lo que se pone a disposición de las matemáticas sociales cualitativas no son cifras sino relaciones que deben estar definidas con el suficiente rigor como para poder ser afectadas de un signo matemático a partir del cual serán estudiadas todas las posibilidades matemáticas de estos signos, sin ni siquiera preocuparse ya de la realidad social que representan. Se comprende entonces la preferencia que demuestran las matemáticas sociales por los modelos que Claude Lévi-Strauss llama mecánicos, es decir, establecidos a partir de grupos estrechos en los que cada individuo, por así decido, es directamente observable y en los que una vida social muy homogénea permite definir con toda seguridad relaciones humanas, simples y concretas y poco variables.

4.   Tiempo del historiador, tiempo del sociólogo

Una vieja reflexión de Paul Lacombe, historiador también de gran clase: «el tiempo no es nada en sí, objetivamente; no es más que una idea nuestra.
                                    
Para el historiador todo comienza y todo termina por el tiempo; un tiempo
matemático y demiurgo sobre el que resultaría demasiado fácil ironizar; un tiempo que parece exterior a los hombres, «exógeno», dirían los economistas, que les empuja, que les obliga, que les arranca a sus tiempos particulares de diferentes colores: el tiempo imperioso del mundo.
Los sociólogos, claro está, no aceptan esta noción excesivamente simple. Se encuentran mucho más cercanos de la Dialectique de la Durée tal y como la presenta Gaston Bachelard. El tiempo social es, sencillamente, una dimensión particular de una determinada realidad social que Braudel contempla.





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